Arabia Saudí, declarado el «guardián de los lugares sagrados» de la Meca y Medina, es para muchos analistas el país que persigue de modo más sistemático y eficaz a los cristianos, al igual que a los fieles de otras religiones.
Todas las organizaciones -incluyendo la ONU y el Departamento de Estado norteamericano en su informe anual sobre libertad religiosa- condenan periódicamente la persecución de cristianos en Arabia Saudí, pero el primer productor mundial de petróleo se muestra inmune a las críticas.
Más de un millón de cristianos, en su inmensa mayoría católicos procedentes de regiones pobres de Asia, trabajan y residen en Arabia Saudí. El gobierno, dócil ante el clero radical wahabí, prohíbe no sólo las iglesias sino también la reunión de cristianos para rezar. Los casos de detención, tortura y expulsión de emigrantes por su práctica religiosa son muy frecuentes. El millón de católicos que trabaja en las ciudades y explotaciones petrolíferas no tiene posibilidad de oír misa (Arabia Saudí es una versión moderna de las catacumbas), ni cuenta con sacerdotes para los sacramentos.
El régimen de Riad recuerda a Occidente su obligación de dotar de mezquitas a los emigrantes musulmanes, y costea generosamente su construcción en todo el mundo, pero prohíbe de modo tajante la existencia de iglesias en su propio territorio. La conversión de un saudí musulmán al cristianismo se castiga con la muerte.